Terminar de
leer el Doctor Faustus conlleva un
sentimiento de liberación y desazón. Tras recorrer detenidamente setecientas diez
páginas de una magistral escritura y con un argumento de múltiples referencias
culturales, artísticas, históricas y musicales, uno siente que hizo un exhaustivo
recorrido a lejanas tierras. ¿Serán lejanas? Más allá de haber transitado
superficies, se palpa la hondura de un viaje dirigido hacia el centro de la
tierra, hacia los infiernos y hacia nuestro propio ser como ejercicio de
introspección.
Desde los
primeros capítulos la novela lleva los instrumentos que van conformando el gran
concierto. A partir de las primeras páginas se van escuchando los acordes que de
manera inocente se anuncian; hacen una labor de narradoras pacientes que con
lujo de detalle muestran el mundo de Adrian Leverkun. Así, poco a poco, Serenus
Zeitblom, a modo de solista, nos va adentrando en la obra haciéndose acompañar
de distintas voces o líneas melódicas: por una lado hacen su entrada los
instrumentos de viento que de manera sinuosa y delicada evocan la musicalidad,
por otro lado irrumpen las percusiones retratando el espíritu alemán, y como
tercer frente, de fondo pero siempre presente, los instrumentos de cuerdas personificando a Mefistófeles.
Capítulo a
capítulo, nota por nota, la novela resuena en sentimiento, evocación y
desgarro. El solista va perdiendo importancia en la medida que la narración
avanza. Como buen concertista, sabe que los acompañamientos son fundamentales y
son estos los que otorgan verdadero poder a la pieza. El climax es de gran
estruendo haciendo alarde de complicadas asociaciones, insospechadas evocaciones
y un cada vez mayor arrojo.
La última
parte de la obra es constatación, encarnación y profecía cumplida. El Doctor Faustus, última gran obra del
compositor Adrián Leverkun materializa el infierno anunciado y es testigo de ese triple no amarás del que
es víctima. Escenarios en paralelo, el horror del músico es el horror del
mundo. La gran orquesta desfallece. La flauta y el trombón estallan en mil
pedazos, los timbales junto con el resto de las percusiones son consumidos
desde el centro de su mismo vigor, las cuerdas callan, esperan. Nuestro
narrador, el desconsolado Serenus, mira la catástrofe. Él no realizó ningún
pacto sin embargo ya no hay mundo para él tampoco, sólo desierto. Leverkun,
genial y destruído no puede replegarse más, la vida ascética ya no puede nada
contra lo sucedido, sólo espera la muerte.
Aplausos a
nuestro director. Thomas Mann nos ha mostrado un camino, no el más sencillo ni
el más alegre pero sí el más lúcido y genuino.
Ana Barberena
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