viernes, 24 de junio de 2011
Somos cuerpo
Diferentes estudios revelan la alta incidencia de determinadas enfermedades relacionadas con un mismo tipo de personalidad. Quizá la gente que ha ejercido el control durante muchos años, almacena un rigor que no guarda aquél de carácter ligero. Probablemente los iracundos dañen determinados órganos de manera importante a diferencia de aquellos que no expresan sus emociones. Lo interesante es la manera como nuestro cuerpo contiene, registra e, irremisiblemente, nos cobra la factura.
El día 17 de octubre pasado, mi esposo y yo, en compañía de nuestros compadres, estábamos pasando unos días en Kohunlich. Después de cenar, nos fuimos a nuestra habitación para descansar y poder levantarnos temprano al siguiente día. En el momento en que nos disponíamos a ir a dormir, noté en mi esposo una actitud totalmente distinta. La clave me la dio su uña; había desaparecido a la mitad. Se la había comido, acto poco común en él. A partir de este hecho le pregunté qué le pasaba y me dijo que nada. Insistí, y conforme él enunciaba sus “nadas”, yo me iba angustiando, como si predijera una catástrofe. En tono cortante, me sugirió que nos fuéramos a dormir. Le advertí que la ansiedad no me dejaría descansar y que seguramente tendría pesadillas. Con la urgencia que él tenía por suspender la conversación, no pude remediar mi estado de desasosiego.
Y así sucedió; a la mitad de la noche, inmersa en una pesadilla y con la angustia de no saber lo que sucedía, brinqué de la cama para dar un gran paso, que fue impedido por un buró de esquinas afiladas. El resultado fue una herida larga y profunda por debajo de la rodilla. Con gran dolor y rabia, le reproché su responsabilidad en el incidente. Del modo aparentemente más absurdo, le recriminaba: ¡tú hiciste que me pegara! Él, con gran desconcierto y conservando el modo distante, se limitó a encender la luz y esperar a que se me pasara.
A partir de ese día, me di cuenta de que algo había cambiado entre nosotros, algo se había roto. No es hasta ahora que sopeso lo mucho que significó el accidente. De la forma más física y real, nuestra separación quedó marcada en mi cuerpo. Nunca más volvimos a hablarnos igual, nunca más logré que nos acercáramos. Probablemente, la distancia se había iniciado tiempo atrás provocada por diferentes visiones de la vida y nuestras irreconciliables aficiones. ¿Cuándo es que una pareja deja de ser pareja? Seguramente es algo que se cuece a fuego lento pero, si uno pone atención, siempre hay pequeños episodios reveladores que marcan pautas. Un único suceso puede ser la demostración patente e irreversible de que algo se ha roto. Es una especie de fallo, de veredicto. Lo que más me impresiona es nuestros cuerpos hablaron más allá de nosotros mismos: su uña, mi herida, mi incansable psique.
Va pasando el tiempo – exactamente cuatro meses - y a pesar del dolor que ha conllevado la separación, me he dedicado a no descuidar los pequeños rituales que me van fortaleciendo, y evito todo aquello que me daña, me entristece o me aburre. Cuido mi sabio cuerpo. Lo que tomo más en serio y hago a diario es untar con aceite la cicatriz que me quedó tras el accidente. Busco que la marca se vaya atenuando cada día un poco más frotándola con suavidad. Nunca va a desaparecer, pero debo mimarla, más aún sabiendo cuanto de esto tiene que ver con mi propia recuperación emocional.
Qué poco procuramos nuestro cuerpo. Esta tradición judeocristiana lo ha desdeñado desde el origen y nos ha provocado una aparente desconexión. Por duro que sea admitirlo, somos cuerpo. Todo lo que pensamos, hacemos y soñamos nos remite a nosotros mismos. Quizá si le diéramos el verdadero valor que tiene esto que los griegos llamaban soma, podríamos dejar de inventar tantos mundos de lo invisible. La sabiduría no está nada lejos. Está aquí y yo la llevo en cada rinconcito de mi andar por este mundo.
Ana Barberena
17 de febrero de 2008
Dos minutos cambiaron mi vida
“Tienen que desocupar el edificio en las próximas horas”. De manera cortante, sin mostrar sentimientos ni empatía alguna por los aterrorizados condóminos que le escuchábamos, el ingeniero especialista en estructuras rindió su dictamen. Sentí que las piernas se me entumían y -- raro en mí -- me quedé sin palabras. Subí a mi departamento y recorrí pausadamente cada cuarto. En una habitación la luz se colaba entre los ladrillos, en otra la pared había estallado y por el hueco podía ver la casa del vecino. Preferí recordar el departamento tal y como lo estrené dos años antes: Un estudio con un gran ventanal… el rincón preferido donde sentarme a leer horas sin fin; un fabuloso costurero – bueno, en realidad era el cuarto de servicio, pero yo tampoco era Coco Chanel – donde me sentaba a coser los nuevos vestidos para el próximo crucero; una cocina muy amplia con más libros de recetas que tiempo y habilidad para cocinar. Todo se vino abajo en dos minutos el 19 de septiembre de 1985. Ahora mis libros, las telas y patrones, los planes de viaje y los recetarios habían perdido toda importancia.
La muerte no me era ajena, pero morir bajo los escombros de la casa que debía darme protección y abrigo resultaba una ironía. En ese momento todo lo material perdió su valor y entendí que sólo la vida es irremplazable -- ¡una lección importante!
Decidí que sólo me llevaría lo que cupiera en una pequeña maleta. Una sudadera suave y afelpada para cobijarme; una fotografía de mis padres para nunca olvidar mis raíces; unas cuantas alhajas y un libro de Oriana Fallacci que no había terminado de leer.
Los días subsecuentes fueron de zozobra e incertidumbre. Un segundo ingeniero revisó el edificio y su dictamen fue diametralmente opuesto. “Ni se preocupen, el edificio es muy seguro. Regresen de inmediato”. Eso es lo que queríamos escuchar para recuperar nuestra vida cotidiana.
Siguió temblando, pero empecé acostumbrarme y cada día me asustaba un poco menos con los movimientos y el tronar de los ventanales pasaba casi inadvertido. Pocos meses después el vecino del 5º. piso me invitó a cenar. Entre un queso y una copa de vino me propuso una idea brillante que en dos minutos cambió para siempre nuestras vidas: Vender los departamentos y casarnos. Vinieron a mi mente las palabras de mi madre: “Todo tiene su momento y su lugar”.
Elvira Herrera
La muerte no me era ajena, pero morir bajo los escombros de la casa que debía darme protección y abrigo resultaba una ironía. En ese momento todo lo material perdió su valor y entendí que sólo la vida es irremplazable -- ¡una lección importante!
Decidí que sólo me llevaría lo que cupiera en una pequeña maleta. Una sudadera suave y afelpada para cobijarme; una fotografía de mis padres para nunca olvidar mis raíces; unas cuantas alhajas y un libro de Oriana Fallacci que no había terminado de leer.
Los días subsecuentes fueron de zozobra e incertidumbre. Un segundo ingeniero revisó el edificio y su dictamen fue diametralmente opuesto. “Ni se preocupen, el edificio es muy seguro. Regresen de inmediato”. Eso es lo que queríamos escuchar para recuperar nuestra vida cotidiana.
Siguió temblando, pero empecé acostumbrarme y cada día me asustaba un poco menos con los movimientos y el tronar de los ventanales pasaba casi inadvertido. Pocos meses después el vecino del 5º. piso me invitó a cenar. Entre un queso y una copa de vino me propuso una idea brillante que en dos minutos cambió para siempre nuestras vidas: Vender los departamentos y casarnos. Vinieron a mi mente las palabras de mi madre: “Todo tiene su momento y su lugar”.
Elvira Herrera
Momentos estelares de la humanidad
La forma original como Zweig narra momentos cruciales de la historia, nos ha hecho pensar en nuestra propia biografía para detectar aquellos episodios que cambiaron nuestra vida. El ejercicio ha sido de lo más enriquecedor. Vamos a subir a este blog todos los ensayos que quieran compartir.
Ana y Angélica
Ana y Angélica
domingo, 12 de junio de 2011
Disparad contra la Ilustración. Rafael Argullol
En los últimos tiempos, algunos de los mejores profesores abandonan precipitadamente la Universidad acogiéndose a jubilaciones anticipadas. Con pocas excepciones, las causas acaban concretándose en dos: el desinterés intelectual de los estudiantes y la progresiva asfixia burocrática de la vida universitaria. La mayoría de los profesores aludidos son gentes que en su juventud apostaron por aquel ideal humanista e ilustrado que aconsejaba recurrir a la educación para mejorar a la sociedad y que ahora se baten en retirada, abatidos algunos y otros aparentemente aliviados ante la perspectiva de buscar refugio en opciones menos utópicas.
El primero de los factores es objeto de numerosos comentarios desde hace dos o tres lustros. Un amigo lo resumía con contundencia al considerar que los estudiantes universitarios eran el grupo con menos interés cultural de nuestra sociedad, y eso explicaba que no leyeran la prensa escrita, a no ser que fuera gratuita, que no acudieran a libros ajenos a las bibliografías obligatorias o que no asistieran a conferencias si no eran premiadas con créditos útiles para aprobar cursos. Aunque podría matizarse la afirmación de mi amigo, en términos generales responde a una realidad antipática pero cierta, por más que todos los implicados en el circuito de la enseñanza reconozcan que no se trata de la mayor o menor inteligencia o sensibilidad de los universitarios actuales con respecto a generaciones precedentes, sino de otra cosa.
Esta "otra cosa" es lo que ha desgastado irreparablemente a los profesores que optan por marcharse a casa. Éstos no se han sentido ofendidos tanto por la ignorancia como por el desinterés. Es decir, lo degradante no ha sido comprobar que la mayoría de estudiantes desconocen el teorema de Pitágoras -como sucede- o ignoran si Cristo pertenece al Nuevo o al Antiguo Testamento -como también sucede-, sino advertir que esos desconocimientos no representaban problema alguno para los ignorantes, los cuales, adiestrados en la impunidad ante la ignorancia, no creían en absoluto en el peso favorable que el conocimiento podía aportar a sus futuras existencias.
Naturalmente, esto es lo descorazonador para los veteranos ilustrados, quienes, tras los ojos ausentes -más soñolientos que soñadores- de sus jóvenes pupilos, advierten la abulia general de la sociedad frente a las antiguas promesas de la sabiduría. Los cachorros se limitan a poner provocativamente en escena lo que les han transmitido sus mayores, y si éstos, arrodillados en el altar del novorriquismo y la codicia, han proclamado que lo importante es la utilidad, y no la verdad, ¿para qué preferir el conocimiento, que es un camino largo y complejo, al utilitarismo de laposesión inmediata? Sería pedir milagros creer que la generación estudiantil actual no estuviera contagiada del clima antiilustrado que domina nuestra época, bien perceptible en los foros públicos, sobre todo los políticos. Ni bien ni verdad ni belleza, las antiguallas ilustradas, sino únicamente uso: la vida es uso de lo que uno tiene a su alrededor.
Esta atmósfera antiilustrada ha penetrado con fuerza también en el organismo supuestamente ilustrado y, con frecuencia, anacrónico de la Universidad. Ahí podríamos identificar la otra causa del descontento de algunos de los profesores que optan por el retiro, originando, en el caso de los mejores, una auténtica sangría intelectual para la Universidad pública, cuyo coste social nadie está evaluando. A este respecto, la renovación universitaria ha sido sumamente contradictoria en estos últimos decenios. De un lado ha existido una notable voluntad de adaptación a las nuevas circunstancias históricas, con particular énfasis en ciertas tecnologías e investigaciones de vanguardia como la biogenética; de otro lado, sin embargo, las viejas castas universitarias, rancios restos feudales del pasado, han sido sustituidos por nuevas castas burocráticas, que predican una hipotética eficacia que muchas veces roza peligrosamente el desprecio por la vertiente científica y cultural de la Universidad. En los mejores casos, por consiguiente, los centros universitarios se aproximan al funcionamiento empresarial eficaz, y en los peores, a una suerte de academia de tramposos.
Lógicamente, ni unos ni otros resultan satisfactorios para el profesor que quería adaptar el credo ilustrado al presente. Si la Universidad pública se articula sólo con intereses empresariales, está condenada a aceptar la ley de la oferta y la demanda hasta extremos insoportables desde el punto de vista científico. Los estudios clásicos o las matemáticas nunca suscitarán demandas masivas ni estarán en condiciones de competir con las carreras más utilitarias. Pero el día en que el consumo de tecnología no suscite ya ninguna curiosidad por los principios teóricos que posibilitaron el desarrollo de la técnica y la Universidad se pliegue a esa evidencia, lo más coherente será rendirse definitivamente y olvidarse de que en algún momento existió algo parecido a un deseo de verdad.
Mientras esto no suceda, al menos definitivamente, el riesgo de una Universidad excesivamente burocratizada es el triunfo de los tramposos. No me refiero, desde luego, a los tramposos ventajistas que siempre ha habido, sino a los tramposos que caen en su propia trampa. La Universidad actual, con sus mecanismos de promoción y selectividad, parece invitar a la caída. En consecuencia, los jóvenes profesores, sin duda los mejor preparados de la historia reciente y los que hubiesen podido dar un giro prometedor a nuestra Universidad, se ven atrapados en una telaraña burocrática que ofrece pocas escapatorias. Los más honestos observan con desesperanza la superioridad de la astucia administrativa sobre la calidad científica e intentan hacer sus investigaciones y escribir sus libros a contracorriente, a espaldas casi del medio académico. Los oportunistas, en cambio, lo tienen más fácil: saben que su futura estabilidad depende de una buena lectura de los boletines oficiales, de una buena selección de revistas de impacto donde escribir artículos que casi nadie leerá y de un buen criterio para asumir los cargos adecuados en los momentos adecuados. Todo eso puntúa, aun a costa de alejar de la creación intelectual y de la búsqueda científica. Pero, ¿verdaderamente tiene alguna importancia esto último en la Universidad antiilustrada que muchos se empeñan en proclamar como moderna y eficaz?
Los veteranos profesores de formación humanista que últimamente abandonan las aulas creen que sí. Por eso se retiran. No obstante, es dudoso que su gesto tenga repercusión alguna. Para tenerla debería encontrar alguna resonancia en el entorno en que se produce. No es así. Nuestra Universidad, como nuestra escuela, es un mero reflejo. La sociedad en la que vivimos no sólo no tiene intención de compartir los ideales ilustrados, juzgados ilusorios e inservibles, sino que dispara contra ellos siempre que puede. Desde el escaño, desde la pantalla, desde el estudio, desde donde sea. El pensamiento ilustrado no ha demostrado que proporcionara la felicidad. Y esto se paga.
EL PAÍS 07/09/2009
El primero de los factores es objeto de numerosos comentarios desde hace dos o tres lustros. Un amigo lo resumía con contundencia al considerar que los estudiantes universitarios eran el grupo con menos interés cultural de nuestra sociedad, y eso explicaba que no leyeran la prensa escrita, a no ser que fuera gratuita, que no acudieran a libros ajenos a las bibliografías obligatorias o que no asistieran a conferencias si no eran premiadas con créditos útiles para aprobar cursos. Aunque podría matizarse la afirmación de mi amigo, en términos generales responde a una realidad antipática pero cierta, por más que todos los implicados en el circuito de la enseñanza reconozcan que no se trata de la mayor o menor inteligencia o sensibilidad de los universitarios actuales con respecto a generaciones precedentes, sino de otra cosa.
Esta "otra cosa" es lo que ha desgastado irreparablemente a los profesores que optan por marcharse a casa. Éstos no se han sentido ofendidos tanto por la ignorancia como por el desinterés. Es decir, lo degradante no ha sido comprobar que la mayoría de estudiantes desconocen el teorema de Pitágoras -como sucede- o ignoran si Cristo pertenece al Nuevo o al Antiguo Testamento -como también sucede-, sino advertir que esos desconocimientos no representaban problema alguno para los ignorantes, los cuales, adiestrados en la impunidad ante la ignorancia, no creían en absoluto en el peso favorable que el conocimiento podía aportar a sus futuras existencias.
Naturalmente, esto es lo descorazonador para los veteranos ilustrados, quienes, tras los ojos ausentes -más soñolientos que soñadores- de sus jóvenes pupilos, advierten la abulia general de la sociedad frente a las antiguas promesas de la sabiduría. Los cachorros se limitan a poner provocativamente en escena lo que les han transmitido sus mayores, y si éstos, arrodillados en el altar del novorriquismo y la codicia, han proclamado que lo importante es la utilidad, y no la verdad, ¿para qué preferir el conocimiento, que es un camino largo y complejo, al utilitarismo de laposesión inmediata? Sería pedir milagros creer que la generación estudiantil actual no estuviera contagiada del clima antiilustrado que domina nuestra época, bien perceptible en los foros públicos, sobre todo los políticos. Ni bien ni verdad ni belleza, las antiguallas ilustradas, sino únicamente uso: la vida es uso de lo que uno tiene a su alrededor.
Esta atmósfera antiilustrada ha penetrado con fuerza también en el organismo supuestamente ilustrado y, con frecuencia, anacrónico de la Universidad. Ahí podríamos identificar la otra causa del descontento de algunos de los profesores que optan por el retiro, originando, en el caso de los mejores, una auténtica sangría intelectual para la Universidad pública, cuyo coste social nadie está evaluando. A este respecto, la renovación universitaria ha sido sumamente contradictoria en estos últimos decenios. De un lado ha existido una notable voluntad de adaptación a las nuevas circunstancias históricas, con particular énfasis en ciertas tecnologías e investigaciones de vanguardia como la biogenética; de otro lado, sin embargo, las viejas castas universitarias, rancios restos feudales del pasado, han sido sustituidos por nuevas castas burocráticas, que predican una hipotética eficacia que muchas veces roza peligrosamente el desprecio por la vertiente científica y cultural de la Universidad. En los mejores casos, por consiguiente, los centros universitarios se aproximan al funcionamiento empresarial eficaz, y en los peores, a una suerte de academia de tramposos.
Lógicamente, ni unos ni otros resultan satisfactorios para el profesor que quería adaptar el credo ilustrado al presente. Si la Universidad pública se articula sólo con intereses empresariales, está condenada a aceptar la ley de la oferta y la demanda hasta extremos insoportables desde el punto de vista científico. Los estudios clásicos o las matemáticas nunca suscitarán demandas masivas ni estarán en condiciones de competir con las carreras más utilitarias. Pero el día en que el consumo de tecnología no suscite ya ninguna curiosidad por los principios teóricos que posibilitaron el desarrollo de la técnica y la Universidad se pliegue a esa evidencia, lo más coherente será rendirse definitivamente y olvidarse de que en algún momento existió algo parecido a un deseo de verdad.
Mientras esto no suceda, al menos definitivamente, el riesgo de una Universidad excesivamente burocratizada es el triunfo de los tramposos. No me refiero, desde luego, a los tramposos ventajistas que siempre ha habido, sino a los tramposos que caen en su propia trampa. La Universidad actual, con sus mecanismos de promoción y selectividad, parece invitar a la caída. En consecuencia, los jóvenes profesores, sin duda los mejor preparados de la historia reciente y los que hubiesen podido dar un giro prometedor a nuestra Universidad, se ven atrapados en una telaraña burocrática que ofrece pocas escapatorias. Los más honestos observan con desesperanza la superioridad de la astucia administrativa sobre la calidad científica e intentan hacer sus investigaciones y escribir sus libros a contracorriente, a espaldas casi del medio académico. Los oportunistas, en cambio, lo tienen más fácil: saben que su futura estabilidad depende de una buena lectura de los boletines oficiales, de una buena selección de revistas de impacto donde escribir artículos que casi nadie leerá y de un buen criterio para asumir los cargos adecuados en los momentos adecuados. Todo eso puntúa, aun a costa de alejar de la creación intelectual y de la búsqueda científica. Pero, ¿verdaderamente tiene alguna importancia esto último en la Universidad antiilustrada que muchos se empeñan en proclamar como moderna y eficaz?
Los veteranos profesores de formación humanista que últimamente abandonan las aulas creen que sí. Por eso se retiran. No obstante, es dudoso que su gesto tenga repercusión alguna. Para tenerla debería encontrar alguna resonancia en el entorno en que se produce. No es así. Nuestra Universidad, como nuestra escuela, es un mero reflejo. La sociedad en la que vivimos no sólo no tiene intención de compartir los ideales ilustrados, juzgados ilusorios e inservibles, sino que dispara contra ellos siempre que puede. Desde el escaño, desde la pantalla, desde el estudio, desde donde sea. El pensamiento ilustrado no ha demostrado que proporcionara la felicidad. Y esto se paga.
EL PAÍS 07/09/2009
El pensamiento ilustrado
En el curso sobre siglo XVII que actualmente estamos impartiendo en el club Mundet, hemos analizado interesantes ideas sobre el racionalismo y el pensamiento ilustrado. Curiosamente, hace unos días, encontré un artículo de Argullol sobre lo que ser ilustrado significa y la responsabilidad que ello conlleva de cara a la educación. Les comparto el ensayo que si bien está situado en el contexto español, nos ubica en cuanto a los presupuestos de la ilustración llevados a la actualidad.
Ana Barberena
Ana Barberena
Stefan Zweig y Cicerón
Momentos estelares de la humanidad es la obra que actualmente llevamos en nuestro curso de lectura, y podríamos coincidir que es una obra intensa, profunda, vibrante. Zweig tiene un modo tan particular de retratar la historia que hace de sus obras un manjar irresistibles. Hace unos días consulté a mi buen amigo Juan Pablo Rendón sobre su fascinación por el autor austriaco. Cuando le pregunté la razón por la que Zweig le gusta tanto, me respondió: “es un escritor que no habla de datos, si bien es reconocido como biógrafo de distintos personajes, siempre habla de aquello que no aparece, tal como si fuera un retrato lacaniano”.
Desde el primer capítulo del mencionado libro, distingo perfectamente lo que Juan Pablo quiso decirme. Me he sentido prendada por la narración, la curiosidad y la inteligencia del autor. Zweig tiene la habilidad de involucrarme en el relato haciendo del personaje ese ser cercano con el que me identifico o con el que coincido.
Por otro lado, qué curioso título y qué ambicioso podría ser pretender hablar de momentos estelares de la historia; puntos que quiebre, viraje de timón que reestablece una ruta. ¿La historia se mueve paulatinamente o de golpe? Este libro nos muestra cómo ciertos acontecimientos revirtieron el curso de una inercia particular. Momentos, instantes puntuales, que inmersos en una gran corriente, se distinguen por ser únicos, agudos, absolutos.
Me gusta el punto de partida de la obra y el personaje del que habla en el primer capítulo: Cicerón. Trata del episodio en que el conocido pensador es traicionado por el poder del imperium, esa degradación, a su modo de ver, facultad de mandar y de hacerse obedecer. Impasible, Cicerón, nunca cede y reivindica siempre su pensamiento, sus convicciones, su honor. Más allá de la interesante trama, me parece que la verdadera magia radica en que, de alguna extraña manera, me ha provocado sentirme contemporánea del filósofo. Incluso he captado un detalle de la escritura, que aún y estando ubicada en tiempos lejanos, está narrada en tiempo presente: “esto ocurre ahora, tiene que ver conmigo, con mi tiempo”.
Cierro mi libro después de terminar el primer capítulo. Entusiasmada, busco notas sobre Zweig y me topo con la siguiente frase: “La historia no tiene tiempo para ser justa. Como frío cronista no toma en cuenta más que los resultados." Cuánto dice de él y su manera profunda, genuina de describir los hechos. Sí, lo que hace es mucho más que la elaboración de un relato histórico; él viaja a la entrañas, a las esquinas más recónditas del ser, esos lugares que por ultimo resuenan en todos nosotros.
Ana Barberena
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