viernes, 24 de junio de 2011

Dos minutos cambiaron mi vida

“Tienen que desocupar el edificio en las próximas horas”. De manera cortante, sin mostrar sentimientos ni empatía alguna por los aterrorizados condóminos que le escuchábamos, el ingeniero especialista en estructuras rindió su dictamen. Sentí que las piernas se me entumían y -- raro en mí -- me quedé sin palabras. Subí a mi departamento y recorrí pausadamente cada cuarto. En una habitación la luz se colaba entre los ladrillos, en otra la pared había estallado y por el hueco podía ver la casa del vecino. Preferí recordar el departamento tal y como lo estrené dos años antes: Un estudio con un gran ventanal… el rincón preferido donde sentarme a leer horas sin fin; un fabuloso costurero – bueno, en realidad era el cuarto de servicio, pero yo tampoco era Coco Chanel – donde me sentaba a coser los nuevos vestidos para el próximo crucero; una cocina muy amplia con más libros de recetas que tiempo y habilidad para cocinar. Todo se vino abajo en dos minutos el 19 de septiembre de 1985. Ahora mis libros, las telas y patrones, los planes de viaje y los recetarios habían perdido toda importancia.
La muerte no me era ajena, pero morir bajo los escombros de la casa que debía darme protección y abrigo resultaba una ironía. En ese momento todo lo material perdió su valor y entendí que sólo la vida es irremplazable -- ¡una lección importante!
Decidí que sólo me llevaría lo que cupiera en una pequeña maleta. Una sudadera suave y afelpada para cobijarme; una fotografía de mis padres para nunca olvidar mis raíces; unas cuantas alhajas y un libro de Oriana Fallacci que no había terminado de leer.
Los días subsecuentes fueron de zozobra e incertidumbre. Un segundo ingeniero revisó el edificio y su dictamen fue diametralmente opuesto. “Ni se preocupen, el edificio es muy seguro. Regresen de inmediato”. Eso es lo que queríamos escuchar para recuperar nuestra vida cotidiana.
Siguió temblando, pero empecé acostumbrarme y cada día me asustaba un poco menos con los movimientos y el tronar de los ventanales pasaba casi inadvertido. Pocos meses después el vecino del 5º. piso me invitó a cenar. Entre un queso y una copa de vino me propuso una idea brillante que en dos minutos cambió para siempre nuestras vidas: Vender los departamentos y casarnos. Vinieron a mi mente las palabras de mi madre: “Todo tiene su momento y su lugar”.


Elvira Herrera

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