martes, 30 de agosto de 2011
De repente en el verano
Como muchas de mis amigas, yo también soñaba con pasar el verano a la orilla de la playa, recostada en una hamaca con un buen libro en la mano. Descarté el sueño porque en realidad lo que más deseaba era deshacerme de mi cocina, un espacio oscuro y anticuado que cada día me parecía más feo. Mientras guisaba me sentía atrapada entre paredes de mosaico verde oscuro con un toque marmoleado y muebles de estilo Early American con balaustradas que sólo servían para atrapar polvo y llaves sin dueño.
Como quien se echa un clavado en agua helada, cerré los ojos, saqué la chequera y puse manos a la obra. Despegar mosaicos y desmontar los muebles de una cocina es cuestión de pocos días, la verdadera complejidad empieza cuando a lo largo de cuatro semanas distintos trabajadores se esmeran por nivelar el zoclo, mover la tubería, aplanar las paredes, emparejar el techo, alisar el yeso, cambiar los contactos, mover las lámparas y sacar costales y más costales de desperdicio, mientras el timbre suena sin cesar.
El proveedor prometió que la nueva cocina estaría lista en seis semanas. “Ni se preocupe de la instalación”, me dijo el vendedor, “es un proceso muy rápido y sencillo”. “¿Y la cubierta de Corian?” pregunté, “ni se preocupe, es rapidísimo colocarla, más fácil que si fuera de granito”. Él sonaba muy convincente y yo quería creer que así sería el proceso. Firmé el anticipe y me entregaron un contrato con las guías mecánicas; ahora veo que olvidaron darme un gran frasco de Pasiflorina y un par de tapones para los oídos.
Los muebles llegaron a tiempo, pero la instalación no fue ni rápida ni limpia ni sencilla. Durante una semana movieron, colocaron, nivelaron, quitaron y volvieron a colocar cada mueble como si fueran piezas de un rompecabezas que no terminaban de encontrar su justo lugar. Luego llegaron grandes trozos de Corian “en bruto” que dentro de mi cocina recién pintada fueron cortados, lijados, pegados y vueltos a lijar hasta lograr que la cubierta tuviera la suavidad y tersura prometida. Del ruido estridente prefiero no acordarme y mis vecinos tampoco. A pesar de todas las precauciones que tomé sellando todo con plástico y masking tape, el polvo parecía escurrirse por debajo de puertas y cajones, así que al final de cada día siempre había algo que lavar, aspirar o sacudir.
Nada es eterno y a mediados de agosto se fue el último trabajador. Volvió la paz a mi hogar y la tranquilidad a mi espíritu. Pude terminar de leer a Stephen Zweig y disfrutar una novela sencilla de María Dueñas, con la felicidad de haber recuperado mi espacio culinario. De repente en el verano entendí que para que las cosas mejoren… ¡antes tienen que empeorar!
Elvira Herrera
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario